No era solo calor. Era un vapor espeso que se metía entre la ropa y las ideas. Al llegar a Villahermosa, Tabasco no me dio tregua: ni el clima, ni la emoción. Apenas crucé el aeropuerto, Lupita Vidal y Jesús David me recibieron con los brazos abiertos. Tabasco, literal, me abrazaba.

El primer bocado del territorio
La primera parada fue directa al corazón de su propuesta: Cevichería Tabasco. Me dieron la bienvenida con ostiones frescos de Sánchez Magallanes, un ceviche de la casa que sabe a dulzor de robalo y a leche de tigre afilada, y el plato que marcó el viaje: un pejelagarto asado, entero, imponente, servido como si fuera el centro de una ceremonia. Lo era.
Esa tarde nos llevó a Salón Caimito. Pedimos pizzas, rebanadas compartidas entre charla, brisa y cansancio. Ya en el hotel, me esperaba un gesto: un kit de supervivencia tabasqueña. Suero, repelente, pepto, analgésico. Bienvenidos a la selva húmeda. También una tabla con quesos regionales y pan melva. Y una nota escrita a mano que agradecía mi trabajo en la gastronomía nacional. Dormí como si me hubieran arropado con fermentos y afecto.

La tortilla que desafía el agua
Al día siguiente, Lupita me llevó al mercado y luego al tianguis. Caminamos entre pescados, raíces y voces. Me presentó a La Güera, una cocinera que durante las inundaciones inventó tortillas usando harina de pozol. Probé una de cabeza de cerdo, una de chipilín, otra de chaya, y una más con camarón salteado en jitomate y cebolla. Todo envuelto en masa que resiste incluso al agua.
En el mercado escuchas gritar «dame ese hijo de puta» como si pidieran un kilo de plátano. No es agresión; es costumbre. Es el folclor que no aparece en los folletos de turismo, pero que cuenta más sobre un lugar que cualquier postal.



Treinta y cinco chocolates prometidos
Más tarde, fuimos a una hacienda cacaotera en Comalcalco. Don Florencio Sánchez había prometido probar 35 chocolates. Alcancé 17, cada uno distinto. Molí a mano mi propio cacao con flor de mayo, pimienta gorda y amashito, un chile endémico. Don Flore me enseñó algo sin darse cuenta: cuando me vio con playera negra, me dijo «nunca en la selva lleves ropa negra por los mosquitos». Con el negro te buscan todos. Lección de supervivencia disfrazada de consejo casual.
Almorzamos en un comedero tradicional: chirmol de pato. Buen pato, chirmol flojo. En la noche, pasamos por tacos a la Estancia del Bife. Buen pan árabe hecho en horno de pizza, pero queso barato y desbalance. El precio no justificaba la pretensión (aunque ciertamente sus tacos de picaña en trompo son bastante decorosos)

Queso, cacao y hormigas rojas
El martes cruzamos el Usumacinta hasta llegar a El Bejucal, donde conocí el queso de poro: ácido, fuerte, hecho con leche bronca y salado tres veces. No se parece a nada, pero se parece a todo. Don Emilio, el productor, nos sirvió tostadas de pozol con salpicón casero. Cada vez menos gente se dedica a la leche, me explicó, porque un litro de leche bronca cuesta 12 pesos y hay otras opciones más rentables.
Luego, al rancho del Tío Rodo. Bisabuelo, cocinero, pastor de quesos ahumados. Probé su serpentín: queso de hebra enrollado y ahumado. Allí me atacaron las hormigas rojas. Me quité pantalón, calcetín y me defendí con lo que tenía. Literalmente. Sus bisnietos, visitando desde Mérida, se reían. Yo también, después.



El agua que cambia de color
Regresamos hambrientos. En Caimito nos esperaba una cena brutal: pasta, pizza, y un pastel de tres leches como nunca en mi vida —y eso que tengo credenciales de gordito profesional. El agua de matalí, entre jamaica y bugambilia eléctrica cuando le pones limón, fue la bebida oficial del viaje.
Esa planta emblemática se hierve como jamaica pero queda lechosa. Al echarle limón se vuelve color bugambilia, entre rosa y violeta. Es magia química cotidiana.

Los sabores finales
Miércoles, último día. Desayunamos en Caimito: tortilla de huevo con longaniza de Valladolid y una torta con pan hecho en horno de pizza. Después, vuelta a la cevichería para conocer a los padres de Lupita. Él, ranchero tabasqueño que ama cocinar; ella, mestiza yucateca que no cocina. El contraste perfecto.
Probamos callo de hacha con coco, jurel zarandeado y pejelagarto en salsa verde tabasqueña: una mezcla de hierbas y amashito. Esa salsa no se parece a ninguna otra. Lleva chile, pero no es salsa verde como la conocemos. Es otra cosa, con nombre prestado.
Lo que no aparece en Instagram
Había esperado encontrar folclor empaquetado, turistificado. En cambio, encontré gente que vive al día, mercados donde se grita sin bronca, queseros que resisten con leche sin pasteurizar. Vi productores limitados por la economía, no por la tradición. Vi cocineras que inventan contra la corriente.
No vi inseguridad, ni miedo, ni turistas despistados. Tampoco vi el Tabasco de secretaría de turismo. Vi el Tabasco de Lupita Vidal: mercados, pueblos, rancherías. Caras que no aparecen en folletos pero que cuentan historias reales.



Tabasco no se cuenta, se come
Todo el viaje fue una conversación con ingredientes que no están en las guías: tortillas de pozol, ostiones que no viajan, cacao que se huele antes de moler, quesos que fermentan sin permiso de la pasteurización. Tabasco tiene una cocina criolla, en el sentido amplio: mezcla viva, cambiante, profundamente local. Es sureste, es selva, es golfo, es resistencia.
Y sí, Tabasco huele a humo por las mañanas. Literal. Queman pasto para chapear. Lupita dibuja todos sus rincones en su libro Agua y humo. No es una metáfora: es territorio. Agua por todos lados —lagunas, ríos, el Grijalva y el Usumacinta circulando como venas—. Humo que despierta cada día con el trabajo del campo.
Me fui picado por moscos, pero también por el deseo de volver. En el cuerpo, el picor. En la cabeza, el sabor. En el corazón, el apapacho.
Tabasco no se acaba. Se queda.
Esta crónica fue realizada con apoyo de Lupita Vidal, Jesús David, Hyatt Regency Villahermosa y toda la gente que cocina, cosecha, cría, fermenta y sirve con alma en Tabasco.
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