Hay ingredientes que cargan consigo más peso simbólico que gramos en la báscula. La totoaba es uno de ellos. Y sin embargo, sigue siendo el gran desconocido de la gastronomía nacional: un pez que nace exclusivamente en el Mar de Cortés, que estuvo a punto de desaparecer por la codicia del mercado negro asiático, y que hoy representa una de las historias más complejas —y esperanzadoras— de conservación marina en México.

Desde 2022, cada 7 de octubre se celebra el Día Nacional de la Totoaba, una fecha que no nació del folclor ni de la tradición, sino de la necesidad urgente de replantear nuestra relación con un ecosistema que hemos saqueado sin conciencia. Este pez, que alguna vez rozó la extinción, vive hoy una nueva etapa gracias al trabajo de Santomar, la empresa mexicana que logró cerrar el ciclo de vida de la totoaba y reinsertarla con éxito en su hábitat natural.
La pregunta no es si la totoaba merece un día propio. La pregunta es por qué tardamos tanto en dárselo.
El pez que casi matamos
Durante la primera mitad del siglo XX, la totoaba fue perseguida sin restricción, presa de una pesca comercial y deportiva intensa sin regulación. No se buscaba su carne. Se buscaba su vejiga natatoria —el «buche»—, un órgano que en los mercados negros de Asia alcanza precios estratosféricos por supuestas propiedades curativas y afrodisíacas que la ciencia jamás ha comprobado.
Era común que existiera gran desperdicio de totoaba, ya que solo se solía capturar para retirarle la vejiga natatoria. El resto del animal —kilos de carne blanca, firme, rica en proteínas y omega-3— se tiraba al mar. Literalmente.
En 1975 se declaró su veda. Pero el daño ya estaba hecho. Y la pesca ilegal continuó, arrastrando en sus redes otra víctima colateral: la vaquita marina, el mamífero marino más amenazado del planeta, queda atrapada y ahogada accidentalmente en las redes colocadas de manera clandestina para capturar totoaba.
La totoaba no solo estuvo al borde de la extinción. Fue —y sigue siendo— el arma homicida de otra especie endémica.
La ciencia que devolvió vida al mar
Lo que parecía imposible hace dos décadas hoy es una realidad verificable. Santomar es la única empresa en México con permisos legales para cultivar, operar y distribuir totoaba. No es un detalle menor: es la diferencia entre conservación real y discurso vacío. Desde 2013, han liberado más de 270 mil crías de totoaba al Golfo de California —diez generaciones completas que han vuelto a su hábitat natural—. No hay precedentes en la historia de la conservación marina mexicana de una operación de esta escala.
Su modelo de acuacultura regenerativa en mar abierto cerró el ciclo de vida completo de la especie en cautiverio, algo que la comunidad científica persiguió durante décadas sin éxito. El proceso es verticalmente integrado: laboratorio de reproducción, criaderos, viveros marinos flotantes a varios kilómetros de la costa de La Paz, Baja California Sur, y planta de procesamiento con trazabilidad total. Cada ejemplar lleva un código QR que certifica su origen legal. Cada kilogramo de totoaba cultivada representa también un pez devuelto al ecosistema.
Por eso Santomar es hoy la primera Unidad de Manejo para la Conservación de la Vida Silvestre (UMA) en México con respaldo de CITES, el tratado internacional que regula el comercio de especies amenazadas. Es un producto mexicano al alcance de quien quiera probarlo, eso sí, sólo en territorio nacional.

Por qué importa este día
El Día Nacional de la Totoaba no es una celebración vacía. Es un recordatorio incómodo: que podemos destruir ecosistemas completos persiguiendo mitos medicinales. Que la ignorancia mata especies. Que la legalidad y la sostenibilidad no son conceptos opuestos al consumo, sino condiciones para que este sea posible.
Comer una totoaba cultivada es, en términos ecológicos, un acto de conciencia: consumir para conservar.
Eso es algo que vale la pena defender. Y celebrar. Cada 7 de octubre.
Porque la totoaba no es solo un pez. Es la prueba de que aún podemos corregir el rumbo. Si queremos.